El Toro de Barro

El Toro de Barro

jueves, 26 de julio de 2007

Invitaciones de El Toro de Barro: Mercedes Escolano



De la mano de las reflexiones de Carlos Morales
y de las espléndidas ilustraciones de Giorgi Thor y del gran fotógrafo norteamericano
incluido por derecho propio en nuestro Libro de las fascinaciones,
El Toro de Barro te invita a detenerte en la biografía de la autora gaditana
y a atravesar este manojo de poemas que hemos escogido de entre su ya larga obra poética. Puedes perderte también, si así lo quieres, por algunas de sus Islas;
dejarte arrastrar por sus Bacantes;
conmoverte con sus Estelas ante la futilidad de las pasiones humanas;
volver a recordar tus propios Malos Tiempos en un café cualquiera de una ciudad de provincias o arrojarte de cabeza a la melancólica voluptuosidad de su Felina calma y oleaje
y convertirse en un náufrago que nunca llegará a su playa...


Invitaciones de El Toro de Barro: Rodolfo Häsler




Nació en Cuba, en una familia de ascendencia germánica, pero vive desde su infancia en Barcelona, acunado por las aguas del mediterráneo. No sabemos de dónde es realmente
Rodolfo Häsler
pero, de la mano del fotógrafo ruso Dimitri Djizarliev
-a quien hemos dedicado un pequeño hueco en nuestro
y del renovado abrazo de Carlos Morales a uno de los poetas de su devoción,
El Toro de Barro ha querido invitarte a recordar los amores siempre luminosos de Jerusalén con sus
Poemas de arena;
a descubrir de nuevo en su Tratado de lisantropía los orígenes oscuros de la pasión humana;
a dejarte llevar por los afrodisíacos sones de Elleife,
o a viajar a lomos de
Mariposa y caballo a las ciudades del alma.

En torno a Rodolfo Häsler

Dimitri Djizarliev



En ciertas madrugadas, y sobre todo tras haber abrevado en el oquedal y la charca de Paul Celan, uno camina cabizbajo entre los estantes atestados de su biblioteca como si atravesara con un traje demasiado sucio un gigantesco y laberíntico lupanar, esperando con desesperación que no haya algún farol rojo encendido sobre una cualquiera de las muchas puertas cerradas que vas dejando atrás. Pero, a veces, eso no puede ser así, y uno advierte de pronto una ventana que se entorna y una oscuridad que quema, y se adentra en ella como quien se arroja a una lluvia que desciende desde los infiernos más hondos del alma para limpiarte por dentro.
Eso es lo que me ha ocurrido este amanecer, cuando decidí agitar la pequeña portezuela -tejida con un hermoso pedazo de lona de Salma- de los
Poemas de arena cuyo farol Rodolfo Häsler se había ocupado de dejar suavemente encendidos para los remotos peregrinos en el rocoso desierto de Judea, hace ya casi veinticinco años...
Uno no sabe por qué los libros primeros aparecen siempre semiocultos en las biografías, como cosas pequeñas que nadie reclama y a quienes ya nadie espera. Uno ya casi se ha acostumbrado a caminar casi a ciegas por esas vaharadas yorubas y multicolores de las emociones más incendiarias y voluptuosas que el poeta de ninguna patria nos dejó, como migas de pan para el incauto pájaro, en su camino de
Elleife, el mismo que le convirtiría a ojos de la crítica en el heredero espiritual del Lezama Lima. Uno mira, incluso, con asombro, el despertar de los instintos más primitivos que Rodolfo nos ofreció en su Tratado de lisantropía mezclado con los aromas de una tacita de té del Río Azul. He aprendido, incluso, a caminar como editor confiado a su bitácora, editando su Mariposa y caballo en un delicioso Cuaderno del Mediterráneo en que el poeta nos dibujó con precisión de orfebre un viaje delicado y nunca melancólico por las ciudades encontradas de su vida errante, pero, al cabo, por más que me asomo una y otra vez a sus palabras distintas, todo, todo, acaba siempre conduciéndome a los atardeceres rojos de esa Jerusalén donde un muchacho se levanta todavía con un hibisco fresco prendido en la solapa. Pocas veces hubo tanta luz en un libro primero; pocas, muy pocas veces, la vida halló en un libro primero como esos Poemas de arena tantas razones para despertar con la sencillez del placer que nos deja en los labios un vaso de agua que uno apura en el desierto donde se yergue -como una gran metáfora- esa Jerusalén encontrada bajo la luz abrasadora de un luminoso amor, devastador, delicado, y apenas suficiente para sentirte vivo...

Invitaciones de El Toro de Barro: El Cantar de los Cantares




La israelí Edit Dahan y el prestigioso columnista español
te invitan a experimentar aquí la versión que, después de más de veinte años de trabajo,
la misma que El Toro de Barro editó en el año 2003 en sus
Cuadernos del Mediteráneo.
El poema aquí recogido tiene el encanto añadido de haber sido ilustrado por la fotógrafa española
y por algunos de los maestros más grandes y reconocibles de la fotografía mundial contemporánea, como
protagonistas indiscutibles de nuestro

En torno a Mercedes Escolano

Mercedes Escolano


A pesar de que han transcurrido casi veinticinco años, todavía sigo tomando en mis manos los poemas de Las Bacantes, de Mercedes Escolano, con el mismo pudor con que se vuelve la cabeza ante el brillo largamente inesperado de un camafeo antiguo colgado del cuello de una mujer que danzara en medio de la noche. El libro cayó sobre mi cama el 4 de noviembre de 1982, cuando no era más que un original escrito a máquina que acababa de alzarse por segunda vez con un premio literario convocado -tiene su ironía- por una institución religiosa de ámbito internacional, y estuvo durante mucho tiempo en mi mesita de noche -al lado de esas Palabras de tierra y vino que El Toro de Barro me acababa de editar-, como un ejemplo lacerante y vivo de todo aquello que hubiera podido escribir de no haber claudicado ante los dioses hermosos que se agitaban por doquier en la poesía culta y vanguardista de mi maestro y amigo Carlos de la Rica, al que admiraba entonces con un cariño extremo que ya no cesaría nunca.
Ignorante entonces de la cruz marcada en mi cuaderno de bitácora, tomé una de esas repentinas decisiones que son las que convierten el destino de un hombre en algo más que en el silbido de un dios menor, y me subí a uno de esos trenes vetustos y lentísimos que ofrecían camarotes forrados de madera y fotografías en blanco y negro de tiempos y ciudades que ya nunca me sería dado conocer, Once horas después, me hallaba en Cádiz frente a la joven autora de aquel manuscrito que se había convertido en mi obsesión. La reconocí de inmediato en aquel andén de provincias por sus aretes de plata y –sobre todo- por ese guante solo que llevaba delicadamente puesto en una de sus manos. Las Bacantes salieron pocos meses después, allá en 1984 y casi al mismo tiempo que mi pretencioso S, después de discutidos y corregidos ambos en algo parecido a una guerra de amor entre el aire y su llama.
Es verdad que sus páginas llevaron a Mercedes Escolano a ser recogida en aquella antología que la editorial Hiperión, bajo el título de Las Diosas Blancas y de la mano de Ramón Buenaventura y Jesús Munárriz, instaló a un buen grupo de mujeres en el firmamento de la poesía española de los años ochenta; pero también lo es que muchos de sus registros acabaron indisponiéndola frente a los grandes teóricos de esa gigantesca oleada rehumanizadora que se hizo entonces con la representación generacional de los poetas que, a comienzos de la década, empezaron a sacar la cabeza de la caja. Lo que algunos grandes críticos literarios entendieron en su día como una distracción retórica y poco afortunada que suele ser propia de quienes acaban de nacer antes de tiempo, sigue constituyendo para mí lo que distinguió a Mercedes Escolano de esa marabunta de epígonos a que dio lugar en España esa mal llamada "Poesía de la experiencia" que, bajo los estandartes del verismo urbano y voluntariosamente realista, pretendió devolver a las masas de un tiempo históricamente concreto como el de aquellos primeros años de recién descubierta democracia precisamente algo que, como la poesía -de ser auténtica- nunca se supo acomodar a ningún reloj de arena.
Y es que, aunque Mercedes Escolano lo convirtió en la imagen por excelencia del poder absoluto naufragado en la experiencia amorosa, la sola evocación de un dios griego como Poseidón y su utilización, por otro lado, como un modo de liberar dicha experiencia del peso de ese tiempo al que –presuntamente- la autora se debía, constituía –para los partidarios de la realidad- un doble pecado literario que ligaba su poesía al culturalismo que había caracterizado a esa generación precedente que se estaba procurando arrojar la gahena. ¿Cómo admitir entre los justos a quien, además, había consentido con sus juegos de lenguaje en debilitar el poder comunicador de la composición poética, dilapidando la complicidad de los lectores a los que la nueva poesía intentaba recuperar?
La autora cometió -incluso- la insolencia de perseverar en ello en una buena parte de su obra posterior. El mar -y todo cuanto le rodea- se erigió en Felina calma y oleaje (1986) en el principal argumento simbólico con que la escritora quiso integrar su propia experiencia amorosa en el viejo drama universal del mito de Eros y de Anteros: la destrucción y la creación, el erotismo y la perversidad, el drama del amor, y de la vida, y de la muerte. Aunque en Islas perdió los lujos barrocos de otro tiempo para instalarse en la más absoluta desnudez de lenguaje y en la levedad más pura, ese “mar” voluptuoso siguió estando presente en sus poemas, aunque ya no como la metáfora del combate amoroso sino como el escenario de una soledad irreparable. Y se alejó un poco más de la estética dominante cuando, en sus inolvidables Estelas, utilizó todo el poder evocador de una Roma reducida a escombros tras el paso de la muerte, para resucitar con la delicada y sobria precisión de sus versos las ambiciones, las debilidades y los sueños de los hombres y mujeres que fueron de otro tiempo pero que, en manos de su autora, nos son tan familiares que s u sola evocación nos sobrecoge…
Sin embargo, en la segunda mitad de la década de los ochenta, Mercedes Escolano decidió arrojar por la borda precisamente aquello que más la había distinguido entre los escritores de su generación y achicar los espacios que la separaban de las corrientes estéticas ligadas al verismo urbano, entonces ya dominantes en la poesía española. Escritos en aquellos tiempos –aunque publicados muchos años después- los poemas de Malos tiempos no fueron producto de una transición gradual hacia un nuevo posicionamiento literario sino la consecuencia de una ruptura absoluta y radical con todo cuanto fue. En muchos de aquellos poemas, los signos simbólicos universalizadotes desaparecieron para dejar paso a una escritura sin aristas vinculada única y exclusivamente a la decepción emocional de individuos presos del aquí y del ahora. Armada de una aplastante armonía, su poesía se alejó por completo de cualquier juego lingüístico que pudiera reducir la comunicabilidad del poema, y sus imágenes no tendrían ya como objetivo alzar un mundo distinto, sino reproducir el que había y buscar complicidades. Del amor concebido como entrega absoluta, desmedida y salvaje (que encontró –por ejemplo- en el mar que envuelve a la quilla que lo rompe, la mejor de sus metáforas), se pasó a los moteles de carretera, a los bares penumbrosos donde cazan los tigres y a las medias olvidadas en un hotel cualquiera de una ciudad de provincias. Su emblemático No amarás, editado en el año 2001, no vino a ser sólo la consumación estética –y ya plenamente madura- de aquella transformación, sino la aceptación espiritual de que, tras la efusión del amor, la orfandad es lo único que queda.
Uno ignora a estas alturas el peso que la propia Mercedes Escolano ha dado a cada uno de sus poemarios en la antología general que le ha dedicado el Ayuntamiento de Málaga con el título de Juegos reunidos (1984-2004), y que todavía no he tenido la oportunidad de leer, como sin duda la pasará a ninguno de sus lectores, entre quienes me cuento. Pero más allá de sus propias percepciones, me atrevo a decir –como un lector tranquilo que ha aprendido a torear las cuernas de la melancolía- que el conjunto de su obra literaria escenifica con diafanidad los dos polos opuestos entre los que se ha venido debatiendo la mejor poesía española de los últimos veinticinco años, en un combate inútil contra lo mejor de sí misma…

El Cantar de los Cantares

Eva Reguera

Carlos Morales
y
El Cantar de los Cantares

Luís María Anson

La novia, hermosa como las tiendas de Quedar, dulce y encantadora como Jerusalén, terrible como un ejército en orden de batalla, enferma de amor, de amor muriendo, le dice al novio: «invítame a tu alcoba, disfrútame y gocemos, y déjame que alabe el vino de tu amor, al hombre entre los hombres más amado».
El novio quiere escuchar la dulzura de la voz deshabitada y probar el azúcar del talle de la amada, y la seda caliente. Por eso le habla de sus ojos que son palomas que emergen de su velo; de la cinta escarlata de sus labios; y de sus pechos «como crías mellizas de gacela que saltan hacia mí, paciendo entre azucenas por los valles». Le habla el novio, en fin, de su boca que «destila miel virgen sobre mí, la leche y la miel que ocultas debajo de la lengua…» Y aspira entre jadeos sus aromas de canela fina.
La novia, enferma de amor, se extasía: «Por el hueco de la cerradura mi amado su mano entró y mis entrañas temblaron». Dice que los ojos de su enamorado son «palomas en la orilla del río», manaderos de mirra son sus labios, y sus piernas «columnas de alabastro creciendo hacia lo alto sobre basas doradas».
El novio, erecto el deseo sobre los carros de Aminadab, se complace en las caderas de la amada, en su ombligo rebosante de vinos aromados y en su vientre, montón de trigo encinto de azucenas. Vuelve a cantar las «gacelas mellizas de sus pechos», las aguas desbordadas de sus ojos y su rostro que flota en el aire como el Monte Carmelo. Prueba el novio el vino generoso del paladar manante de la amada, enlaza su talle flexible como una palmera y asciende tembloroso hacia los racimos de uvas de sus pechos.
La novia invita al amado a beber «del licor de mi granada». Su pasión es insaciable hasta la devastación, «saetas de fuego son sus flechas, llamaradas de Yahvé». Ni los ríos podrán anegar el fuego de su amor pues «mis pechos son las torres, y yo una muralla que a mi amado protege en su refugio».
Bellos, bellísimos versos de El cantar de los Cantares los que ha escrito Carlos Morales en su versión de El Toro de Barro. De ese poema asombroso deriva casi entero San Juan de la Cruz. Desde la versión de Fray Luís en 1561, los amores de Salomón y la Sulamita han conocido cien traducciones y adaptaciones desde la puramente erótica al símbolo alegórico de Cristo y la Iglesia. Entre tanta agitación política, en fin, como nos sacude estos días, reconforta detenerse a leer estos versos admirables de Carlos Morales, que ha convertido en actualidad periodística El Cantar de los Cantares.

Luis María Anson
de la Real Academia Española

(«Canela fina» publicada en el Diario LA RAZÓN el 5 de junio de 2003)



3 comentarios anteriores:
Azul dijo...
Maravilloso espacio el tuyo...un placer volver y encontrase con cosas como ésta. Bikos mil. (23 de julio de 2007 20:39)
Carles Riba (Sabadell) dijo...
Anson es un personaje que no goza de mi devoción. Pero reconozco en él una enorme grandeza literaria. Sus famosas "Canelas" dedicadas a la literatura, suelen ser reelaboraciones de los libros que le entusiasman: algo así como si escribiera versos distintos con los versos que le proporciona el autor de los libros que lee. Son refritos, sin duda, pera de una emoción literaria realemente inolvidable. En este caso, la ocasión lo merecía. Lo merecía El Cantar, y lo merecía su versión de El Cantar, que tengo reiteradamente el gusto de leer con la frecuencia con que se leen los buenos textos. (24 de julio de 2007 7:07)
Isabel Romana dijo...
Me ocurre lo que a Carles Riba, y he de confesar que he leído con interés y agrado el artículo escrito en torno a la versión de Carlos Morales. Felicidades al autor de la vesión y a tí como editor. Feliz verano. (24 de julio de 2007 22:21)

sábado, 14 de julio de 2007

Nazismo y arte

Escucho el «Carmina Burana». El alma remonta a las navidades de 1981, a la casa de Carlos de la Rica en Carboneras del Guadazaón. La joven Acacia vuela bajo una sábana blanca. Sus piernas granadas, esbeltas, cortan el aire. Yo extiendo los brazos. Extiendo el cuello. Danzo colgado de una sábana blanca. Todo es fascinación. Sudor. De pronto, acaba la música. Acacia y yo somos cuerpos cansados y brillantes. Sus padres -Acacia Uceta y Enrique Dominguez Millán- nos contemplan asombrados. Carlos se levanta. Alza una mano y pregunta. ¿Fusilaríais al autor de esta maravilla, a Carl Orff, por haber sido el más amado compositor de Hilter? ¿Y a Leni Riefenstahl? ¿Qué habría sido de su visión de la belleza si hubiera acabado frente a un pelotón de fusileros? Carlos de la Rica amaba al pueblo de Israel. Era uno de los hijos de Ruth, la que medía a solas con los haces de trigo el alma judía. Acacia y yo nos quedamos estupefactos. Admirábamos al músico. Tambián los cuerpos esbeltos que la Reifensthal había retratado como nadie. Pero ignorábamos su pasado nazi. Su vínculo con el terror. Los hilos dorados que les unieron al Apocalipsis. Por eso, y porque teníamos el corazón incendiado de ideología, no acertamos a dar entonces contestación ninguna.
Ahora -yo- tampoco. Dejo los poemas de Paul Celan en el lado más alejado y más oscuro de la mesita de noche. Necesito salir de su voz. Su voz es un rincón sin paredes que me asfixia y me arroja a los infiernos. Salgo de mi dormitorio abuhardillado donde duerme mi hijo Amós y la mujer que quiero. Ellos no pueden salvarme de mí mismo. El amor no sabe limpiar, no puede limpiar las chimeneas del alma bajo las que arden los maderos secos de Paul Celan y de seis millones de seres esfumados. ¿Qué hubiera hecho yo de haber vivido en el entonces? Habría escogido el destino del burrito del Giotto, que carga con Aquél que ha echado sobre sus espaldas el dolor del mundo? ¿O habría sido como el perro que yace bajo el mantel de la última cena que pintara El Veronés, ansioso por coger entre sus fauces la migaja de pan que le arroja su amo y retrasar su propia muerte por el camino del sometimiento? ¿Habría sido yo de los que señalaban con una cruz el nombre de los que iban a morir? ¿O habría sido yo el gaseado número 358? Ahora es fácil decirlo. Pero las víctimas del Reich, y los verdugos, eran seres como tú, y como yo. Son apenas del ayer. Podrían ser como el abuelo que nos ofrece un cantero de pan pringado de aceite. Como el tendero que nos vende la fruta al mejor precio. Como el cartero que nos hace llegar las sobres oscuros de un amor que acaso sólo fuera un espejismo.
En madrugadas así, los libros no dejan de mirarme con los ojos abiertos y redondos como los de una becerra que ignora adónde va. Está oscuro, y tanteo sus lomos. Con el tacto de los ciegos..

jueves, 5 de julio de 2007

En torno a Paul Celan

Luis Vence, Dogma.


“¡Pueblos de la tierra, que no haya quien diga muerte al
hablar de vida, o quien diga sangre al hablar de cuna..."!

Estas palabras resonaron en las conciencias de toda Europa cuando Nelly Sachs murió el 12 de mayo de 1970. Quiso el destino que, ese mismo día, unos operarios encontraran flotando en el Sena el cadáver de quien, en vida, había logrado como ella hacer del lenguaje el único refugio: su gran amigo, su amigo del alma Paul Celan (1920-1970). Aplastado por la «memoria» del dolor, por el sentimiento de culpa ante el hecho de haber sobrevivido a la Catástrofe y por la «conciencia» de saberse condenado a "seguir viviendo para consumar el destino del espíritu judío en Europa”, el poeta había dejado escrito sobre su mesa de trabajo, inmediatamente antes de arrojarse desde el puente Mirabeau, que "a veces el genio se oscurece y se hunde en lo más amargo del corazón". El hombre que se sabía destinado a yacer en una fosa común, lo hace ahora -tal vez a su pesar- en el cementerio parisino de Thiais, en una fosa propia."
Ayer, cuando me dejaba llevar por las estremecedoras creaciones de Luis Vence -del que hemos querido humildemente recoger aquí algunas composiciones, pero cuya Galería personal puede visitarse cuando se desee- me quedé literalmente cegado por su inquitante Tregua. Esa reluciente mancha roja que mana de la mano crispada del crucificado me recordó las palabras que dediqué a Paul Celan en el prólogo de una antología de la poesía del Holocausto en que llevo trabajando desde hace algunos años, y del que he querido recoger el comienzo para abrir las puertas de esta confesión. Convertida en un latigazo de la propia conciencia ante la dilatada lentitud que mi inseguridad está imprimiendo a la edición, de una vez por todas, de esa antología que llevará por título Negra leche del alba, la majestuosa visión del gran fotógrafo español me condujo, de cabeza, a uno de los poemas más sobrecogedores del poeta alemán, a ese legendario «Tenebrae» que hemos querido recoger de nuevo aquí, con un tridente en las axilas.
Escrito en la primavera de 1957, Celán nos dibuja un cuadro sombrío muy ligado al tenebrismo barroco, tomando como referencia fundamental uno de los momentos culminantes de la mitología crística, la crucifixión de Jesús. Sin embargo, esa referencia comparte espacio con el otro protagonista del lienzo, el pueblo judío exterminado, cuya presencia no tiene precisamente nada que ver con el grupo de dolientes orantes tan común en la iconografía cristiana. La escena, por el contrario, se configura –al modo de una pieza dramática de gran poder visual– como un verdadero "juicio de la verdad" en el que se realiza un durísimo encuentro entre, por un lado, el Hijo de Dios –cuya muerte sentó las bases del mito cristiano del "pueblo deicida"– y, por otro, ese mismo pueblo que fue visto como el responsable último de su crucifixión y que aparece ahora en escena como un "nosotros" exterminado que ha levantado la voz y no deja de mirarle. No hay odio aquí, no hay venganza tampoco. Nadie reclama nada, nadie pide nada. Sólo existe un Cristo que ha de enfrentarse, desde su propia cruz, con la presencia del espíritu encorvado de los seis millones de muertos que fueron sacrificados en su nombre por quienes le adoraron, y que han venido al cuadro para contemplarle cara a cara y recordarle que ellos son, sí, "la sangre que derramaste, Señor".
La extrema sobriedad del lenguaje poético, las reiteraciones constantes, los encabalgamientos agresivos y esa sobrecogedora atmósfera de luces y de sombras hacen de este lienzo de Celan un paisaje cruzado por silenciosos lanzazos de dolor, en el que el momento decisivo de la escena es ese "ruéganos, señor, / estamos cerca": no es Jesús el que, elevándose sobre los clavos que le atraviesan, levanta a la cabeza y ruega a su Padre el perdón para los judíos que le han crucificado: es el mismo Jesús el que, inclinando su cabeza coronada de espinas, ruega e implora el perdón para sí mismo a esa “sangre que reluce”, a esos seis millones de judíos inhumanamente asesinados en su nombre... Las poco más de cien palabras de «Tenebrae» hacen de él el juicio moral más silencioso, dramático y extremo al que se haya enfrentado nunca la civilización cristiana.
El poema, que nos devuelve -de nuevo- a ese estupendo artículo que Juan Ramón Mansilla nos ofreció sobre los orígenes cristianos del Holocausto, y que tuvimos no hace mucho el honor de editar aquí, no ocupa por entero el espacio al que señala el doliente dedo de Paul Celan, como tampoco cierra el lienzo de las responsabilidades morales ante el más gigantesco genocidio perpetrado jamás en parte alguna. Su más temprano grito frente a aquella barbaria apocalípca, su «Todesfuge» o «Fuga de la muerte», apuntaba, de hecho, hacia otro lado. El poema, que después de superar el mucho pudor hemos querido recoger en este mismo lugar, lo hace -desde luego- hacia la civilización alemana y, en un sentido mucho más amplio, al conjunto de la civilización de Occidente.



Fue compuesto en 1946, y no precisamente sobre la base de su propia experiencia personal, sino después de que el poeta hubiera tenido conocimiento de la costumbre –inaudita y delirante– instaurada por los oficiales de las S.S. de hacer acompañar con música orquestal –ejecutada por los propios judíos confinados– a aquellos otros que cavaban con sus palas la tumba común."Hincad los unos más hondo las palas los otros seguid tocando a danzar / (...) / que suene más dulce la muerte”. Con esta paradoja, Celan quería mostrar la grotesca perversión en que había incurrido la Alemania nazi al negar los valores más elementales del espíritu humano en su intento de poner en conexión el orden y la nada y de otorgar armonía a la extrema aflicción. Las continuas reiteraciones del poema, sus ariscados encabalgamientos, los puntos y contrapuntos de su ritmo y su extrema musicalidad son ejemplos vivos en sí mismos de esta grotesca paradoja. La misma grotesca paradoja de esa "Leche negra" que "bebemos y bebemos", sobrecogedora metáfora que nos pone en relación con la eternidad del drama judío y que, para vergüenza del surrealismo, era la leche previamente ennegrecida por los alemanes para alimentar realmente a los cautivos. La misma grotesca paradoja de una “tumba en el cielo”, donde hay un espacio ancho para los que han de morir bajo el dulce compás de los violines y las flautas...Era imposible expresar lo imposible de otro modo. Y es que el lenguaje figurativo no podía representar lo que era inexpresable: solo había lugar para la racionalidad de la "irracionalidad", sólo había lugar para la metáfora, para esa "negra leche del alba" que "bebemos de tarde"...Lo demás es silencio, es sólo silencio lo que queda...



Tal vez sea este un buen momento para recapitular sobre la obra de Paul Celan, del que a falta de las reflexiones y traducciones -esperadísimas- de Arnau Pons, tenemos una muy sucinta y completa biografía redactada por Carlos Ortega, «Que nadie testifique por el testigo», que aparece como prólogo al grueso volumen que en el año 2002 Ediciones Trotta dedicó a las Obras completas de Paul Celan, traducida por José Luis Reina Palazón. Ese mismo año, y también de la mano de la misma editorial, John Felstiner publicó una excelente y muy amplia biografía con el título de Paul Celan. Poeta. Superviviente. Judío. Del gran poeta alemán tenemos numerosas obras traducidas al castellano. Juan Francisco Elvira-Hernández nos regaló, por ejemplo, Rejas del lenguaje (1957) y La rosa de nadie (1963), que fueron editadas por Piedrahita Editores en 1974 y 1976 respectivamente. Felipe Boso hizo lo propio en 1983 con Cambio de aliento, para la editorial madrileña Cátedra. En 1985, Jesús Munárriz tradujo y publicó en su editorial Hiperión Amapola y Memoria y De umbral en umbral. Y en 1999, Ela María Fernández Palacios editó en la madrileña Visor Hebras de sol. Y la hebra sigue...